Por Armando de Armas
En Cuba fue que escuché por vez primera de la Rosa Blanca, era un niño, era en la radio, era un ataque vitriólico, violento, primera organización contrarrevolucionaria, reiteraba el locutor que, por cierto, arribó a Miami años después como si tal, como si nada hubiera dicho, bueno, no me desagradó aquello de primera organización contrarrevolucionaria, el ataque vitriólico, violento, había aprendido pronto que el objeto del odio del régimen podía ser el objeto de mi amor, a leer al revés, vaya, todo lo que ellos calificaban como muy malo debía ser entonces muy bueno; fue, la verdad, un infalible método de orientación en medio de la madeja de adoctrinamiento excrementicio, apertrechamiento con que los castristas pretendían confiscar no ya las propiedades, sino la mente y el alma misma de los cubanos.
Luego, ya en el exilio, el ex líder de la mayoría en la Cámara de Representantes de Cuba en el período1954-1958, Rafael Díaz-Balart, me hizo una sorpresiva proposición, a través de un amigo común. La misma consistía en que yo me convirtiera en líder de las juventudes de la Rosa Blanca (debo aclarar acá que han pasado bastantes años desde eso, suficientes como para que la propuesta de dirigir juventudes no pareciera descabellada por esa fecha) con vista a preparar el terreno para el futuro democrático de la isla. Le respondí con una contrapropuesta: ¡Me honraba el poder colaborar en la dirigencia de su organización, pero me gustaría hacerlo desde un proyecto de tipo cultural!
Mi respuesta de entonces me pareció lógica y espontánea; pero estaría más bien condicionada por cierto tipo de prejuicios sembrados y abonados abundosamente en el inconsciente colectivo de la tribu isleña durante todo el último siglo. Prejuicios como que la política es perversa, sucia y para ir al saco. Que contamina lo que toca y, ay, contamina sobre todo a esa suerte de seres inmaculados que sería los intelectuales.
No por gusto el poeta Gastón Baquero escribió, en un artículo que aparece inserto por Díaz-Balart en sus memorias Cuba: Intrahistoria. Una lucha sin tregua, Ediciones Universal, 2006, que el político cubano a la vieja usanza fue siempre pararrayos de todos los dicterios e incomprensiones y que: “Entre todos nos encargamos, en la República, de maltratarlo, de escarnecerlo, y de presentarlo como un ser nocivo para la sociedad. Pretendíase que todos los males de Cuba Republicana provenían de la mala calidad, moral e intelectual, de los políticos” (...) “Esa fobia al político fue siempre un mal, pero en nuestros tiempos es una de las formas más directas y fulminantes que maneja la oligarquía, la burguesía alta y mediana de cada país para suicidarse. No entienden que cuando el político se queda inactivo, el vacío que él deja lo ocupan los terroristas, los constructores del paredón, los ciegos destructores de cuanto existe. Nicolás Lenin, una vez en el poder, no antes, por supuesto, preguntaba; ¿política para qué, elecciones para qué?”.
Los comunistas no suelen innovar mucho en sus fórmulas para tomar y controlar el poder, años después Fidel Castro repetiría las mismas preguntas en Cuba; preguntas para obtener la respuesta esperada. En la corta vida republicana la sociedad isleña había sido moldeada por la prensa y la intelectualidad (¿o fue al revés?) en una suerte de revolucionarismo gritón, demagógico, faccioso y facilón, de buen ver y mejor vestir, en contra de la política y los políticos. Castro se aprovechó de ese caldo de cultivo para declarar la muerte de la política y los políticos, para implantar su Política e imponerse como el Único Político con el beneplácito y el aplauso, ¡faltaba más!, de la sociedad, la prensa y la intelectualidad que ahora, ¡un solo puño!, apoyaban el Vicio Absoluto del Dictador Absoluto con la misma fiereza que antes mostraban en el ataque de los pequeños vicios, los pecados venales, y hasta los banales, de sus odiados hombres públicos.
Por una de esas sincronías que a veces nos depara la vida, Lincoln Díaz Balart, hijo de Rafael, ex congresista federal y hombre comprometido a favor de las libertades en Cuba, me ha invitado a fundar el Instituto la Rosa Blanca y a formar parte, junto a dos entrañables amigos, el poeta Orlando Fondevila y la novelista Zoé Valdés, del departamento cultural del mismo.
El Instituto la Rosa Blanca es el legado de un hombre, de un intelectual, un político y estadista que, por si fuera poco, trasciende esas categorías de lo efímero racionalista para entrar, reconozcamos, en la categoría del profeta, del visionario, precisamente en un país donde tantos y tan señalados han profetizado mal y visto por espejos empañados, para probar lo anterior bastaría el antológico discurso que, en mayo de 1955, ante la Cámara de Representantes de Cuba, pronunciara Rafael Díaz Balart en contra de la ley de amnistía a Fidel Castro y demás asaltantes del Cuartel Moncada, y en el que dijo entre otras cosas: Ellos no quieren paz. No quieren solución nacional de tipo alguno. Fidel Castro y su grupo sólo quieren una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y de ley en Cuba, para instaurar la más cruel, la más bárbara tiranía, una tiranía que enseñaría al pueblo el verdadero significado de lo que es la tiranía, un régimen totalitario, inescrupuloso, ladrón y asesino que sería muy difícil de derrocar por lo menos en 20 años.
Se pudiera argumentar, en pose académica, que el pronóstico político anterior fue obra de la casualidad o la improvisación, pero en el discurso de despedida de la graduación del Colegio Prebisteriano “La Progresiva” en 1944, un jovencísimo Díaz-Balart aseguraba que ...“fuertes y numerosas son las corrientes que pretenden arrastrar a la juventud y a Cuba entera a un desastre seguro”, pues ...”en el ambiente de la juventud cubana campean yugos que esclavizan y que constituyen una amenaza porque” (...) saben ocultar hábilmente su bastarda condición”.
Pero, el Instituto la Rosa Blanca no sólo está dotado de noble origen, sino de un buen derrotero para levantar la patria una vez pasada, derrotada, la pesadilla totalitaria, cuenta no sólo con un programa, sino que es, a mi entender, el mejor pensado, el más serio para, amor mediante, restañar heridas e implementar la reconstrucción nacional partiendo del planteo general de lo que se aspira a hacer para el avance ulterior de la sociedad, teniendo en cuenta el punto de partida de lo que esa sociedad es y lo que imprescindiblemente ha de hacerse para que progrese; reconociendo que en sociedades que han alcanzado estabilidad, al trazado general estratégico se le añaden precisiones para lo más inmediato y que, en nuestro caso, muchas de esas precisiones deberán esperar por las clarificaciones que nos deparará el futuro; un futuro, por cierto, no luminoso, sino en los claroscuros; como ha de ser.
Un programa político que no pretende prever, lógicamente, los detalles todos del cambio, sino que pretende ser sólo eso, un programa para el cambio, y que por lo mismo tendrá que modificarse y enriquecerse en el camino, con la luz del ideal delante de los ojos y con los oídos de la sensibilidad política pegados a la realidad. Un programa con ideas y sugerencias pragmáticas, pegadas a la realidad, para que el advenimiento de la Segunda República se funde en las instituciones y no en las personas; en las personas como caudillos, claro. Ojo al caudillo.
El programa del Instituto la Rosa Blanca, haciendo un balance positivo pero teniendo en cuenta sus errores, parte de los antecedentes de la Primera República, sosteniéndose en sus logros evidentes en lo económico, en lo social y en lo civilizador, sabiendo de sus fracasos en el orden de la responsabilidad ciudadana, del clasismo y el racismo.
Un programa que, aborda, entre otros aspectos medulares del devenir insular, las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, sin complejos, sin patrioterismo provinciano, reconociendo que la isla deberá ser no un aliado de la nación del norte sino su mejor aliado, no ya por la geografía sino por la demografía, pues en Estados Unidos viven ya cerca de dos millones de cubanos, en una relación responsable, soberana, sin traumas adolescentarios que tanto nos dañaron bajo la sombrilla del adoctrinamiento antiimperialista del pasado, sostenida no ya entre los dos pueblos, sino entre los dos presidentes, cualesquiera que sean, y entre los dos Congresos a ambas orillas del Estrecho de la Florida. Un programa que reconoce la cultura como el mejor sitio, patria espiritual, donde al final podamos abrevar, identificarnos todos los de la raza cubana y que, apuntamos nosotros, deberá abogar a la larga por la promoción de los hombres y mujeres que, con su arte y su pensamiento, son y han sido hacedores de la cultura nacional.
Un programa que se sostiene, en definitiva, sobre el pensamiento que, llevado a la práctica política, permite y alienta la libertad individual como el valor supremo que ha definido al mundo occidental y que, sin dudas, deberá definir a la Cuba del futuro.