Por Orlando Fondevila
Vivimos hoy en un mundo sin liderazgo. Desnortado.
Hipócrita. La libertad, la democracia y los valores históricos de Occidente se
hallan en franco declive. Ausente el otrora decisivo liderazgo de Estados
Unidos, enmarcado sobre todo en esta era Obamista, el mundo anda a la deriva, a
merced de fuerzas que le conducen a abismos inciertos. Todo envuelto en una
retórica vacía, y eso, hipócrita. Ahora mismo, el escenario de los funerales de
Nelson Mandela ha sido un monumental y empalagoso ejercicio de hipocresía. Allí
estaban todos, buenos, regulares y malos. Todos haciendo el papel de buenos.
Todos buenos e igualados.
Sé que Cuba no es el centro del mundo. Pero todo lo que
se está moviendo en estos momentos alrededor de Cuba sirve indudablemente de
especial medidor de valores y actitudes. Hagamos, aunque sea un tanto
forzadamente, algunas comparaciones entre la Sudáfrica de Mandela y Cuba.
Sudáfrica padeció un ominoso apartheid que condenaba a la marginación más atroz
a la mayoría de la población por la simple condición del color de su piel.
Mandela y las organizaciones que él encabezó se enfrentaron con todos los
medios posibles a tamaña injusticia. Emplearon en su momento la lucha armada e
incluso el terrorismo. Aceptaron ayudas de donde vinieran por poco recomendables
que estas fueran (Castro, Gadafi). Nada de esto se les tiene hoy en cuenta, a
lo que no tengo nada que objetar. Contra un horror como el Apartheid ellos
hicieron lo que pudieron y como pudieron. Lo que me parece injusto es que en el
caso cubano se emplee otra vara de medir. Incluso se condena que los opositores
pacíficos de hoy reciban ayuda extranjera de países y organizaciones
democráticas. La Sudáfrica del Apartheid recibió en su momento la justa repulsa
universal y la abierta solidaridad de medio mundo. Se le aplicó un riguroso
embargo internacional. El político, artista o deportista que se atreviera a
visitar el país era justamente abominado. Las empresas extranjeras que tenían
negocios en Sudáfrica eran conminadas a abandonar el país y pocas se atrevían a
invertir allí bajo tan despreciable régimen. A nadie se le ocurría organizar
intercambios de pueblo a pueblo mientras subsistiera el Apartheid. El mundo no
decía que aquel fuera un problema que tenían que solucionar los sudafricanos,
sino por el contrario –y con toda justicia- el mundo se involucró como si el
problema fuera de todos (que lo era). Con Cuba sucede todo lo contrario. Claman
contra el embargo de Estados Unidos, le niegan la sal y el agua a los
opositores, corren desaforadamente a hacer negocios con la tiranía. ¿Alguien se
hubiera imaginado al gobierno de la Sudáfrica del Apartheid formando parte del
Consejo de Derechos Humanos de la ONU? ¿Hubiera alguien concebido al régimen
del Apartheid presidiendo una organización regional, de la misma manera que la
tiranía cubana preside hoy UNASUR? ¿Alguien habría invitado a Pieter Botha a
cónclave alguno y sonriente y “civilizadamente” le hubiese estrechado la mano?
Por otra parte, exaltando las virtudes conciliatorias,
moderadas y de estadista de Mandela una vez puesto fin al apartheid, aprovechan
algunos para preguntar si los cubanos seremos capaces de perdonar igual que
hizo Mandela. Puede que la pregunta sea pertinente, y por supuesto que mi
respuesta es positiva. Aspiramos a toda la libertad y a la reconciliación con
toda la justicia. Pero las preguntas hoy deben ser otras. Por ejemplo, la más
perentoria: ¿Cuándo y cómo cesará la tiranía?