Por Lincoln Diaz-Balart
Dentro de poco más de un año, la historia de Cuba,
desde su independencia hasta ahora, se podrá dividir en dos mitades: 56 años de
República por un lado, y 56 años de tiranía totalitaria por otro. El balance
entre una mitad y la otra es en verdad aterrador. Una fotografía fija de cada
una de las mitades podría llevar a un observador inadvertido a la conclusión de
que se trata de dos países diferentes. Difícilmente puedan encontrarse otros
ejemplos de una involución, de un desastre nacional tan minucioso y sostenido
como el acaecido en esta segunda mitad de la historia reciente de Cuba.
En 1902, al constituirse Cuba como República, el
panorama económico y social del país no podía ser peor, tras cuatro siglos de
colonialismo y opresión y finalizada una cruenta y devastadora guerra de
liberación. Ciertamente parecía casi imposible levantar la nueva nación en
medio de tamaña ruina. Sin embargo, se logró. Sobre todo, por el entusiasmo y la
voluntad emprendedora de un pueblo que, al fin libre, se empecinó en conseguir
elevados niveles de desarrollo. Así, en efecto, con sus luces y sus sombras, en
56 años Cuba alcanzó niveles de prosperidad y bienestar que la colocaron en
sitios punteros en América y el mundo.
La Cuba republicana no era una sociedad perfecta.
Ninguna sociedad lo es. Existían, cómo no, múltiples problemas. Aunque podíamos
exhibir notables niveles de alfabetización y de adelanto cultural, quedaba
mucho por hacer. Sus deficiencias, sin embargo, no explican –y mucho menos
justifican- la debacle que sobrevendría en enero de 1959 y que contaría,
incomprensiblemente, con tan enorme respaldo inicial.
Las causas más profundas son otras. En mis largas
e inolvidables charlas con mi padre, recuerdo haberle preguntado cómo fue
posible el súbito derrumbe de la República. Su respuesta resultó en la más
certera interpretación que conozco de la Historia de Cuba. En realidad, me
dijo, la sociedad civil no era tan robusta como parecía. Y es que estaba lastrada
por el racismo y el clasismo. Los poderosos de la etapa colonial, económica y
políticamente, continuaron siéndolo en la República. Los mambises quedaron
marginados. Y entre los mambíses, los negros y mulatos que habían aportado la
masa principal de la tropa y más de 30 generales del Ejército Libertador. Por
cierto, en el poco conocido ensayo de Gastón Baquero “El negro en Cuba”,
encontramos coincidencias extraordinarias con la tesis de Rafael. El político y
el genial poeta concuerdan en el peso gravoso que ha tenido en la historia de
Cuba el racismo y el clasismo.
Así, en 1959, una pandilla de ladrones y
aventureros se hizo con el país, convirtiendo rápidamente a la República en su
finca particular. El punto de arranque para la nueva etapa que se iniciaba
cargada de promesas, era, por mucho, superior al que se encontraron los cubanos
al comienzo de la República, 56 años antes. Hoy, casi cincuenta y seis años
después, el panorama de la sociedad cubana tiranizada por los Castro es
desolador. En primer lugar, los cubanos no son ciudadanos, sino literalmente
siervos de los amos de la finca. La economía ha sido arrasada. Las
infraestructuras de carreteras, de transporte, de abasto de agua limpia y
potable, de alcantarillado, son tan precarias hoy como las de principios del
siglo XX. El daño material y el antropológico causado durante casi 56 años de
tiranía es monumental.
No obstante, debemos ser optimistas. La historia
de Cuba nos enseña que se puede renacer de las ruinas. Ya lo hicimos en los 56
años de vida republicana.
Afortunadamente se perciben claras señales de que
algo positivo, bien encaminado, está teniendo lugar entre los cubanos, más allá
del desastre en que el castrismo ha convertido a la patria. Es imperativo que,
además de la prioritaria lucha por deshacernos de la tiranía, meditemos sobre
qué patria, qué tipo de sociedad queremos. Muchos han pensado y piensan al
respecto. Me parece que sería positivo que nos acercáramos al Programa para la reconstrucción
de Cuba de La Rosa Blanca. La fuente de ideas, de propuestas que allí
encontraremos es formidable e inspiradora. Y ante todo, la certeza de que sí
tenemos futuro. Que está al alcance de la mano. Sólo demanda nuestro compromiso
de resistir y perseverar en la tarea. Lo merecen las generaciones de cubanos
que vivirán en los próximos 56 años. Lo merece Cuba.
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