Por Lincoln Diaz-Balart
El 27 de
junio se cumplen seis años del fallecimiento, a los pocos días de cumplir cien
años de edad, de uno de los más grandes hombres de la Primera República de Cuba
(1902-1958), Emilio “Millo” Ochoa. A continuación reproduzco las palabras que
pronuncié en su funeral en Miami. Nunca olvidaré a Millo.
A Marta su viuda,
amada compañera y colaboradora de Millo Ochoa, a su hija Beba, a su yerno
Rafael, y a toda su maravillosa familia, nuestro más fraternal y sentido abrazo
de cariño y solidaridad en estos tristes momentos de despedida de nuestro
admirado y querido Millo.
Cuando yo llegué a vivir al Sur de la Florida
después de graduarme de abogado en el norte de Estados Unidos en 1979, con la
típica modestia de un joven con prisa, quise tener un programa de radio, un
programa de radio que se llamara “Habla la Juventud”. Yo creía que tenía algo
que decir. El problema más obvio que confrontaba en ese momento para conseguir
el programa de radio es que yo no conocía a nadie aquí.
Pero mi padre y Millo
Ochoa eran amigos, y Millo estaba exiliado aquí en Miami. Mi padre habló con su
amigo Millo, que, a su vez, habló con su amigo y abogado desde los días de otro
exilio de Millo aquí en Miami, muchos años atrás, en la década de los 1950,
Carlos Benito Fernández, y, sin conocerme, Millo le pidió a Carlos Benito un
programa de radio para el hijo de su amigo Rafael Díaz-Balart. Y Carlos Benito,
también sin conocerme, le dijo, “Millo, a ti no se te niega un favor”. Carlos
Benito Fernández en ese momento era accionista de la emisora “Ocean Radio”,
después convertida en “Unión Radio”. “Dile a ese muchacho Díaz-Balart que tiene
su programa de radio”, le dijo Carlos Benito a Millo.
Así conocí yo a Millo
Ochoa, y a Carlos Benito Fernández. Ese era Millo. Ese era Carlos Benito. Esa
era Cuba. Reverencia y devoción por la amistad. El fundador de la nación lo
dijo como nadie más puede. Martí escribió sobre la amistad:
Tiene el leopardo
un abrigo en su monte seco y pardo.
Yo tengo más que el leopardo, porque tengo
un buen amigo.
Tiene el Señor Presidente un jardín con una fuente y un tesoro
en oro y trigo. Tengo más, tengo un amigo.
Después, ambos, Millo Ochoa y
Carlos Benito Fernández, fueron entrañables amigos míos, de esos amigos del
alma que nos acompañan a través de todas nuestras vivencias y experiencias tras
el desarrollo de ese hecho, la amistad, que es una de las más bellas
manifestaciones del amor.
Y llegué a comprender a través de una especie de
viaje maravilloso de profundización de mi amistad con Millo Ochoa, su grandeza
espiritual y la amplitud y limpia transparencia de su alma privilegiada.
Mi
padre, que fue económicamente un hombre de grandes altos y bajos, me contó a
los pocos meses de llegar yo a Miami en 1979, que su amigo Millo Ochoa, al
enterarse que mi padre estaba pasando en ese momento por uno de sus momentos
bajos económicamente, se apareció en su apartamento en Key Biscayne con un
cartucho lleno de dinero en efectivo, con unos 2500 dólares, que Millo le
explicó era el dinero que había podido ahorrar en su trabajo diario de entonces
como taxista en Miami. “Gracias Millo, pero por favor guarda ese dinero,” le
contestó mi padre, al insistirle y por fin convencer a un Millo renuente que se
quedara con sus ahorros.
Reverencia y devoción por la amistad. Grandeza
espiritual, amplitud y limpia transparencia de alma, no eran características
teóricas en Millo –eran una viva realidad– como también lo era su generosidad sin
límite. Millo jamás dejó de servir al prójimo hasta sus últimos días en esta
vida. Hace solo unos meses, cuando unos seres que dan lastima criticaron a mi
fallecido abuelo en un artículo de periódico con motivo de que un edificio en
la Universidad de “FIU” recibió su nombre, fue Millo Ochoa, con su inigualable
autoridad moral adquirida a través de su conducta ejemplar en la historia de la
República de Cuba, que sentenció en el artículo: “Díaz-Balart fue un alcalde de
Banes muy querido por su pueblo y fue muy honesto”. Sirviendo hasta sus últimos
días. Cuando me llamaba por teléfono nunca era para pedirme un favor para él,
sino para otros.
Yo tuve el placer hace unos años –aunque Millo no me lo
pidió– al enterarme que Millo había perdido su trabajo en una oficina donde
trabajaba (tenía entonces como 95 años), e iba fielmente todos los días a
trabajar, yo tuve el placer de llamar a la agencia (creo que era la “AARP”, la
Asociación Americana de Personas de la Tercera Edad) y le pude explicar al
director, quien era ese hombre mayor que iba a trabajar allí. Ex-Senador de la
República de Cuba, Miembro de la Asamblea Constituyente de 1940, fundador de
dos –no de uno, de dos– partidos políticos que llegaron a tener entre los
mayores niveles de popularidad en toda la historia de la República. Lo
reinstituyeron en su trabajo en la agencia de personas mayores. Y Millo siguió
trabajando, manejando su automóvil a su trabajo, con su suprema dignidad, cada
día.
Nunca he conocido a un ser humano que he admirado más que a Millo Ochoa.
Cuba tuvo en él a un hijo muy especial. La mezquindad y lo injusto
sencillamente no cabían en él. La motivación de su vida era el amor,
manifestado a través del servicio y la lucha perenne por la justicia, la
democracia y el estado de derecho para Cuba.
Al releer en días recientes el
“Elogio al Político” escrito en 1978 por el gran pensador, ensayista y poeta
cubano Gastón Baquero, pensé que es como si Baquero estuviera aquí, hoy,
hablándonos a nosotros y a las futuras generaciones sobre el político de
vocación, como Millo Ochoa. Escribió Gastón Baquero:
“Entre todos nos
encargamos, en la República, de maltratarlo, de escarnecerlo, y de presentarlo
como un ser nocivo para la sociedad. Pretendíase que todos los males de Cuba
Republicana provenían de la mala calidad, moral e intelectual, de los
políticos. No se alcanzó a comprender la función del político, no ya en su alta
dimensión de legislador, de estadista, de creador de respuestas para las
necesidades de la colectividad, sino en la más humilde función de enlace entre
los ciudadanos, todos los ciudadanos, y el Estado.
Esa función de enlace la
realiza el político en una pura y vigorosa práctica cotidiana de la democracia.
El político es el único hombre que tiene, con el sacerdote y con el médico, la
obligación profesional de ser para todos, de estar al servicio de todos.
Espontánea o forzosamente, el político tiene que contar con el pueblo, tiene
que entenderse con el pueblo y que entender al pueblo. Él es el intérprete, el
portavoz, el procurador. Con su diálogo diario destruye las castas y reduce las
diferencias de clase. De faltar el mediador, el vaso comunicante, que es el
político, la sociedad no evoluciona, no se reforma, no cambia para rectificar
sus fallas. Es por eso por lo que las grandes tiranías o dictaduras
inmovilistas no cuentan para nada con el político, que obviamente se queda sin
función cuando un gobernante o un partido exclusivo deciden tomar por sí y ante
si todas las decisiones.
Esa fobia al político fue siempre un mal, pero en
nuestros tiempos es una de las formas más directas y fulminantes que maneja la
oligarquía, la burguesía alta y mediana de cada país para suicidarse. No
entienden que cuando el político se queda inactivo, el vacío que el deja lo
ocupan los terroristas, los constructores del paredón, los ciegos destructores
de cuanto existe. Nicolás Lenin, una vez en el poder, no antes, por supuesto,
preguntaba; “¿Política para qué, elecciones para qué, libertad para qué?” Los
repetidores de las consignas totalitarias del leninismo preguntaron también en
Cuba, desde los primeros días del 59 -antes no, por supuesto- ¿para qué los
políticos, para qué las elecciones, para qué la libertad? Porque Lenin sabía
que político es sinónimo de derechos para el hombre en libertad de elegir sus
gobernantes y de elegir el sistema que considere mejor. Donde no hay política y
políticos, hay tiranía y esclavitud.
La política genuina es una vocación, una
llamada que viene desde lo más hondo del ser, y ante la cual no caben las
escapatorias ni las imposiciones del exterior. Se nace político como se nace
poeta o se nace pintor. El estudio de la ciencia correspondiente y el
perfeccionamiento continuo, complementan y llevan a su plenitud lo que la
vocación hizo descubrir desde la niñez. Pero si no se parte de ese misterio que
es la vocación irrechazable, el destino de la persona sobre la tierra, no hay
nada que hacer, por mucha voluntad que se ponga en realizar lo impuesto como
una obligación o como un deber.
El político vocacional vive para la política,
lo que es lo mismo que decir que vive para los demás, no para él. Un político
verdadero es por esencia el reverso del egoísta y del monopolizador de
oportunidades para su beneficio personal. Su razón de ser es la comunidad, la
polis. No sabe, ni quiere, estar solo. Sacrifica todos los días su intimidad y
su comodidad por su entrega a lo público, por la constante oferta que de sí
mismo hace a los otros. Hay un abismo tal entre el político vocacional y el
coyuntural u oportunista, que se comete una grave injusticia cuando a alguien
que está en la política por Destino, porque es ahí donde realiza su ser y
cristaliza su personalidad, se le confunde o se le identifica con el
pseudo-político, con el que pasa por el escenario de la política en busca de otra
cosa”.
A Millo le gustaba cuando yo decía que él era mi mentor. Es verdad. Él
fue y será siempre mi mentor. Como lo será para muchos en las generaciones del
futuro cuando lleguen a conocer la historia de Millo. Después de conocerlo yo
siempre quise (y yo quiero) ser como Millo Ochoa. Aunque sé que es una tarea
muy, muy difícil. Pero estoy orgulloso de ser político, como Millo Ochoa. Estoy
orgulloso de tratar de ayudar a los que piden mi ayuda, como siempre hizo Millo
Ochoa. Y estoy orgulloso de amar a Cuba y de creer en su futuro, libre,
próspero y feliz, como Millo Ochoa.
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