Por Armando Añel
La historia de la revolución cubana, o del proceso al que algunos todavía
llaman revolución cubana, es también la historia de un despropósito, una comedia
en la que los sucesivos ingredientes dramáticos no han conseguido diluir completamente
la comicidad de la trama. La última aparición pública de Fidel Castro (FC), en
la que nos recuerda que él también puede morirse –“como todo el mundo”--, constituye un grano de arena más en el erial
de improvisaciones, meteduras de pata, ridiculeces y tonterías que ha
convertido al castrista en uno de los regímenes más estrambóticos, y por lo
mismo más risibles, de la historia latinoamericana.
La aparición de FC en el VII Congreso del Partido pone al descubierto las
lagunas mentales en las que chapotea el dictador cubano, quien ya había vuelto
a mostrarse incapaz de trasladar sus ideas al papel con un mínimo de coherencia
tras su último artículo publicado, “Hermano Obama”. Aunque con anterioridad
varios de los textos de Castro habían revelado su precario estado de salud, en
esta última proclama los desajustes del exgobernante resultan particularmente
visibles. El hecho de que sus editores no hayan podido enmendarle la plana
apunta, no obstante, a que en el contexto de las estructuras de poder
castristas su ascendiente se mantiene incólume.
Pero si Castro representa al comandante ridiculizado por obra y gracia de
la degeneración física, Maduro simboliza la otra cara de esa misma moneda: al
exchófer de ómnibus caricaturizado por obra y gracia de la degeneración del
modelo castrochavista.
Así, Castro y Maduro confluyen finalmente, aquí y ahora, en el momento más
bajo de sus desempeños simbólicos. El segundo, ya sin apenas frenos
estructurales que le impidan llevar adelante –esto es, hacia atrás— “el
proceso”, aparece en su versión definitiva,
como lo que verdaderamente es: un pobre tipo afectado por el sobrepeso,
la tontera perenne y un hipersensible complejo de inferioridad. El primero,
paralelamente, agoniza a todo color, convertido en una suerte de fantasma de la
opera bolivariana.
A pesar de la represión y el crimen, el final de FC transpira comicidad: no
paran de despertarla su incoherencia, su indumentaria, su bravuconería.
Comicidad y, al unísono, un hálito trágico, la chochera como espectáculo, que
pudiera provocar la lástima de los menos enterados. Y a pesar de su carácter
criminal –Maduro también tiene muertos en su haber—, el relevo del comandante
Chávez continúa dorando la píldora de su incapacidad, convertido en el
hazmerreír más rocambolesco, pero también más vituperante, de cuantos han
pasado por los foros internacionales.
Es la comedia latinoamericana, o la tremebunda comedia castrochavista, arribando
a su punto culminante. Más bien la tragicomedia, si se tiene en cuenta a los
millones de cubanos y venezolanos que padecen directamente la degeneración del
periodista en jefe, la pudrición del plátano Maduro.
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