El 1 de enero de 2014 se cumplieron 55 años desde el
inicio de la larga tiranía de Fidel Castro. A partir de ese día, Cuba se
convirtió en una triste finca particular, con un dueño enloquecido al frente, rodeado
de un grupo de obedientes mayorales prestos a cumplir con esmero las órdenes
del dueño absoluto de vidas y haciendas. En los momentos iniciales, millones de
personas se entregaron en brazos del amo que por entonces disimulaba como podía
sus verdaderas intenciones. En poco tiempo, a fuerza de terror y toneladas de
promesas, lo que hasta entonces había sido un país, se transformó en una
ineficiente finca, en la que todo, absolutamente todo, pasó a depender, sin
posible discusión, de la voluntad y los caprichos del amo. Cada cierto tiempo,
ante el inocultable fracaso, se sucederían una y otra campañas de
“rectificación de errores”, de “ahora sí vamos a construir el socialismo”, de
“convertir el revés en victoria”, etc., etc. Planes y más planes disparatados…
La finca toda, habitantes incluidos, convertida en una especie de laboratorio
para el ensayo de los caprichos u ocurrencias del loco endemoniado. Sin contar
las incontables y cruentas aventuras “internacionalistas” con las que se entretenía
el amo de la finca, al tiempo que satisfacía sus ínfulas napoleónicas.
Sucedió entonces que un día se desplomó el mundo
soviético, que era quien corría con los gastos principales de la supervivencia
de la finca, eso sí, a cambio de determinadas misiones y obediencias. Llegó
entonces el emergente y caótico “período especial”. La finca parecía hundirse,
pero el amo consiguió pequeñas ayudas por aquí y por allá e hizo ciertos
simulacros de “reformas”. Hasta que apareció en escena el esperpéntico Hugo
Chávez, un ser embrollado que resultó fácilmente manipulable por el amo de la
finca. Ha podido así ir tirando, más o menos, hasta ahora.
Pero el amo se enfermó y se vio obligado a abandonar los
primeros planos, no así el control último que conservará hasta su desaparición
definitiva. Y entonces designó un intendente general para la finca, o mejor, un
general-intendente. La memez universal le llama presidente al intendente. Y le
concede – una memez aún mayor- cualidades tales como “pragmático” y
“reformista”. Realmente se trata de un fiel seguidor, siempre lo ha sido, del
amo de la finca, hoy una especie de fantasma tutelar. Siempre tutelar.
Y entonces, ante el peligro cierto de siniestro total de
la finca y desvencijado el laboratorio de las antiguas ocurrencias, el general-intendente
y el cuerpo de mayorales, bajo la achacosa pero permanente vigilancia del amo,
emprende “reformas”, que a veces la memez de tantos llaman “cambios”. La
“actualización del modelo económico”. Los cubanos pueden, mediante autorización
y estricto control, abrir un tenderete; pueden, con la anuencia de “papá
Estado” que autorice la concesión del pasaporte, saltar el muro acuático:
pueden, dentro de ciertas condiciones, comprar y vender un carro. Pueden,
gracias a la benevolencia del amo, hacer algunas cositas que no pudieron hacer
durante 55 años. ¡Cuba está cambiando!, exclama la tontería útil generalizada.
No ven o no quieren ver, todo lo que no pueden los habitantes de la finca. No
pueden tener más que un partido político ni elegir a sus gobernantes. No pueden
tener más que un simulacro de sindicato (que no puede hacer huelgas y que
representa los intereses del amo de la finca). No pueden fundar organizaciones
independientes de ningún tipo al margen del Estado. No pueden fundar o tener
acceso a periódicos e información independiente. No pueden establecer empresas
serias. No pueden escoger la educación de sus hijos. No pueden, no pueden, no
pueden…
Hoy existe un claro anhelo de cambio en la sociedad. De una
necesidad imperiosa de dar un vuelco total a la organización de la finca. De volver
a ser un país. Un país normal. Un país de ciudadanos libres, en un Estado de
Derecho, donde cada uno pueda organizar su vida y vivirla de acuerdo con sus
propios valores y fines, dentro de un marco de leyes consensuado entre todos.
Una sociedad en la que puedan elegir libremente a sus gobernantes y
representantes, y fiscalizarlos para que intervengan lo menos posible en el
ámbito de sus vidas personales. ¿Una nueva utopía? No, una posibilidad que
puede hacerse realidad si somos capaces de trabajar para ello. Una posibilidad
que depende precisamente de que nos deshagamos de topes utopías que, como
demuestra la historia reciente de Cuba, solo conducen a la tiranía. Un futuro
que vislumbramos en el quehacer y el amor y el sacrificio de tantos patriotas
cubanos.
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