Armando Añel
El opositor cubano Guillermo Fariñas acaba de finalizar una huelga de hambre de 54 días exigiendo, entre otras cosas, que se deje de golpear impunemente en la Isla. La inició, precisamente, tras recibir una paliza a manos de agentes de la Seguridad del Estado y policías en su natal Santa Clara. La violencia "revolucionaria" arrecia en la mayor de las Antillas recordándonos la naturaleza de las reformas indirectamente apuntaladas por Barack Obama: abusar más y mejor de una población y de una disidencia que ya ni siquiera encuentra apoyo moral en Estados Unidos.
En Cuba no se estructuran espontáneamente los llamados “actos de repudio”, o golpizas a opositores. Son convocados, organizados y a menudo financiados por el castrismo institucional, que provee a sus cabecillas con meriendas, transporte, bebidas alcohólicas, etc. Si, como alega con frecuencia la nomenclatura insular, son representantes del “pueblo enardecido” los que hostigan a la oposición, ¿por qué entonces las autoridades no los detienen y les levantan cargos por escándalo público y agresión gratuita?
Cabe preguntarse además: ¿en qué país del mundo civilizado una parte de la ciudadanía puede agredir a la otra sistemáticamente, en plena vía pública, sin que intervengan los agentes del orden —estando, como siempre están en la Isla, presentes en la escena de los hechos— para controlar, detener y eventualmente enjuiciar a los agresores?
Cuba es hoy día una gigantesca finca donde, paradójicamente, impera la ley de la selva. Los animales de granja —la inmensa mayoría de la población— son acechados por los animales de presa —los grupúsculos extremistas al servicio del castrismo, la propia nomenclatura y sus beneficiarios—, quienes atacan inmediatamente a aquellas ovejas que pierden la “orientación” y se apartan del rebaño. No puede haber ovejas descarriadas en Cuba. Solo ovejas. Solo ganado.
Pero hay que insistir en esto: de los animales de presa y sus ataques no solo es responsable la nomenclatura castrista. También la comunidad internacional defiende activamente el status quo de la granja, ahora más que nunca amparada en el ejemplo de Obama y, cómo no, en el que alegremente le dan los propios cubanos que visitan la Isla y se toman fotos en la Chorrera, al pie del Morro y a lo largo del ancho y ya ajeno muro del malecón.
Que ya vienen las reformas. Que si se anulará el sistema de doble moneda que segrega a la mayoría de la población. Que si los ciudadanos cubanos en el exterior ya no tendrán que pedir una visa para entrar al país donde nacieron. Que si eliminarán la cartilla de racionamiento o se podrá vender el panteón familiar del cementerio de Colón. Que si uno, trabajando más y mejor, podrá comprarse un cepillo de dientes y evitar, convenientemente callado, que las turbas paramilitares lo golpeen en la vía pública.
Ahora que ya se cumplen dos años de restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos; que Raúl Castro le pide, ansioso, petróleo a Vladimir Putin; que las redes especulan sobre la mecánica organizacional de las palizas a quienes disienten, cabe preguntarse si las medidas llamadas a transformar “estructuralmente” el sistema no vuelven en realidad sobre los viejos esquemas, y consignas, al uso: "La calle es de los revolucionarios", "la universidad es de los revolucionarios", el pan es por la libreta y los palos por la libre.
"Gracias, Fidel". Gracias, Obama.
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